Es un lunes. La luz del sol entra por la ventana. La brisa del viento se cuela por la puerta. Fuera los pájaros cantan y los niños ríen. Dentro sólo se oye un mero eco de ésto. El olor a café inunda cada resquicio de la casa, y el atonador sonido de la alarma del reloj, indica que son las once de la mañana. Se levanta y un aire cálido choca con su cara. El cuadro que pintó su madre sigue en la misma pared y la ropa no se ha movido de los cajones. El agua de la ducha sale caliente, su pelo sigue teniendo su tono oscuro de siempre y sus ojos siguen siendo marrones. Su marca de nacimiento sigue ocupando la zona de su muñeca. Nada le dice a Laureen que algo en esa mañana esté fuera de lo común. Nada excepto la carta sin remitente que se encuentra en el buzón cuando sale al jardín para recoger el correo. Todo lo demás es propaganda y alguna que otra revista, lo tira todo a la basura y se queda con la carta en la mano. Por alguna razón que se desconoce, no le da demasiada importancia y decide guardarla en un cajón, para abrirla más tarde. A los minutos empieza con su rutina, desayuna, coge el coche, el cual sigue haciendo el mismo ruido de siempre al arrancarlo, y se va al trabajo. Allí parece que todo sí sigue igual que siempre, a excepción del aire acondicionado, que esta mañana está un poco más alto. Se sienta y empieza a revisar papeles, pronto se da cuenta de que ha pasado demasiadas horas de su vida en esa oficina, rodeada de empresarios y papeles por rellenar. Es entonces cuando echa marcha atrás y se sitúa en el día cuando aún era una niña. Siente cierta nostalgia por todos los muñecos de nieve sin terminar y todas las muñecas que se quedaron a medio vestir. Después se sitúa en su adolescencia, y se da las gracias a sí misma por no haber perdido el rumbo de su vida como casi todos los demás adolescentes. Se siente orgullosa porque su vida nunca fue dominada por el alcohol ni por el tabaco. Y se alegra de que siguiera estudiando, porque gracias a eso hoy puede estar cada mañana en la oficina, que aunque no sea el mejor lugar del mundo, es lo que le da casa y comida. Es extraño que se pare a pensar en todo ello, pero lo cierto es que lo ha hecho, y ahora rellena los papeles con un poco más de entusiasmo.
Nunca pensó en eso de casarse y tener hijos, y aunque tenga ya veintiún años sigue sin hacerlo. Se limita a trabajar y salir con sus amigos, y en su tiempo libre, canta. Decía que ella y su padre eran como dos pájaros uno al lado del otro cantando distintas melodías. Lo curioso es que empezó a cantar cuando su hermano murió en un accidente de coche. Pensaba que su voz subía hasta el cielo y él la escuchaba. Le dedicaba canciones y ese era su modo de comunicarse con él. Maldice al destino por haberle robado al único hermano que tenía, pero también le agradece que mantenga con vida a sus padres. Lo demás, sólo ella lo sabe.

Sale del trabajo y va a su casa, ve el cajón donde está la carta y lo abre. Se queda mirándola, pensando que tal vez se han equivocado al mandarla, o que quizás esté en blanco. No la abre pero no sabe si es por miedo, o porque realmente no le importa su contenido. La vuelve a guardar y cierra el cajón. Pasa una semana y se olvida de la carta, ni siquiera recuerda que la haya guardado en el cajón. Vuelve a salir al jardín para recoger el correo. Una carta de su madre, tres revistas, dos propagandas de unos restaurantes, y... Una carta sin remitente. Es un lunes. Pero a diferencia del lunes pasado, hoy el sol no se ve, unas oscuras nubes lo tapan, y pronto empieza a llover. Vuelve a abrir el cajón y guarda la carta. Se va al trabajo.
Y extrañamente, pasa otra semana sin leer las cartas, vuelve a ser lunes, y vuelve a recibir otra más. Y vuelve a guardarla en el cajón sin leerla. Es algo incoherente pero, en tres meses, ya tiene catorce cartas acumuladas en el cajón, todas ellas con fecha en un lunes, y todas ellas sin leer.
Curiosamente, un miércoles, vuelve a echar marcha atrás y vuelve a recordar cosas de su pasado, cada momento que pasó en esa casa junto a sus padres. Cada risa, cada llanto. Cada motivo para despertarse cada mañana. Se arrepiente de todo lo que nunca hizo. Y entonces piensa que debería ser un poco más valiente, y arriesgar más en su vida. Mira un cuadro con una foto de su familia que hay en su mesita de noche, y entonces lo ve. Debajo está el cajón. ¿Por qué no? Lo abre, saca las cartas, y las abre por orden. Nunca es tarde para empezar. Saca la primera de su sobre, y mira su contenido. No sabe si sonreír o preocuparse. Porque no son palabras lo que hay en la carta. Es un dibujo. Todas las cartas son dibujos; una niña de espaldas, una flor, un niño sonriendo, una mariposa, un campo, una casa, unos dedos entrelazados, una maleta, una carretera, un reloj, una nube que anuncia lluvia, un mapa, y extrañamente, un hombre escribiendo una carta. Trece dibujos en trece cartas. No entiende qué relación pueden tener los dibujos, y mucho menos qué tienen que ver con ella, pero cae en la cuenta de que le falta una carta por abrir, la abre pero para su sorpresa, en esta no hay ningún dibujo, hay palabras, que dicen: "Estabas de espaldas, te llevé una flor, me hiciste sonreír cuando señalaste a una mariposa que volaba en un campo. Viniste a mi casa, prometimos no olvidarnos nunca, hice la maleta y me viste marchar. Te he estado esperado todo este tiempo, entre lágrimas por no saber cómo eres ahora. He decidido buscarte, escribiendo estas cartas. Sólo quiero que me recuerdes".
No recuerda mucho de eso, pero cree recordar que su nombre es Daniel. Vagamente le viene a la mente el recuerdo de unos ojos negros y una sonrisa tan hermosa que le produce verdadera ternura. El corazón le pide a gritos reunirse con él, pero... ¿Cómo lo va a hacer si no tiene su dirección? Empieza a dudar de todo, porque es muy extraño que le mande dibujos en cartas sin remitente cada lunes en vez de mandarle una normal y corriente. No sabe por qué lo ha hecho así, y ahora sí empieza a tener miedo de verdad, porque el niño que una vez fue su amigo, hoy es un hombre desconocido que le manda cartas misteriosas.