
Al principio de esta historia cabe decir que realmente ella no era joven, era más bien algo mayor de lo comúnmente común. Pero no es otra la razón de ello más que su profunda sabiduría en los temas que se daban a conocer página tras página de sus antiguos y viejos libros. Por fuera, sin embargo, es bastante razonable decir que era lo suficientemente joven como para que tuviera todavía toda su vida por delante. En esta ocasión el sitio que elegiría sería "la habitación del soñador"; una cafetería que hasta el momento no había tomado consciencia de que existía y que estaba a sólo dos calles más abajo de su particular piso. No soy yo la que miente cuando digo que viajaba a diez mil kilómetros por hora en dirección a la puerta, albergando bajo su brazo uno de aquellos libros tan pesados, a los que tanto amor les guardaba. Tampoco miento cuando digo que al entrar, lo primero que hizo, rechazando la oportunidad de poder sentarse en la última mesa que quedaba libre y pedirle su tradicional café matinal al único camarero que en ese momento se encontraba disponible, fue abrir la página trescientos cincuenta y siete de su libro, la cual se encontraba separada de las demás por un extraño marca páginas que contenía aún más letras, y comenzar a leer. Al instante siguiente, olvidó por completo dónde se encontraba, qué la rodeaba, olvidó incluso el peso del libro que sostenía entre sus manos, y se dispuso únicamente a sumergirse en un mundo imperfecto, ambicioso y extraordinario protagonizado por personajes que le proporcionaban las mayores de sus emociones y despertaban en ella los más grandes de sus sentimientos. Se podría decir que por suerte, al fin pudo pedir su café y sentarse en la mesa del final de la cafetería, esa mesa justo en la que resplandecían los fuertes y luminosos rayos de un sol a las once y veintidós de la mañana de un sábado, como cualquier otro día; pero este era sencillamente especial. Sólo que ella aún no lo sabía. Sería incoherente afirmar que pasados treinta y siete minutos desde que lo pidió, el café seguía sobre la mesa totalmente intacto. Pero en este caso es lo suficientemente coherente como para que esa sea la única verdad. La página trescientos setenta y tres era el único punto céntrico al que su vista respondía. El café se convirtió en una masa espumosa ya bastante fría en comparación al principio. El líquido reposaba tranquilo y ella seguía sin hacer ningún ademán de tan siquiera probarlo. Él se dio cuenta, y supo lo que pasaba tal como la vio entrar hacía cuarenta minutos por la puerta. Pudo afirmarlo cuando luego le pidió el café leyendo de reojo y puede confirmarlo ahora que la ve llorar, ahora que ve mojarse las páginas de su libro por sus espesas lágrimas. Él entendía y compartía perfectamente la razón de ello, conocía de sobra cuán grandes son los sentimientos que pueden despertar en una persona los libros, sabía que te pueden hacer reír, que te pueden hacer llorar, que te pueden hacer sentir el protagonista de tu propia historia, que te pueden llevar al sitio más alto del universo y que en el último capítulo, sin más, pueden hacer que te des de bruces contra la superficie terrestre. Sabía que un libro es como una montaña rusa para el lector, que te pueden hacer vivir mil emociones que realmente llegan hasta lo más hondo de tu ser. Y ahora también cabe decir que no pudo evitar la insistente tentación, y salió del mostrador con otro libro bajo sus brazos, y un paquete de pañuelos en su mano. Se acercó hasta donde estaba ella, le tendió la mano y le ofreció el libro. Al instante ella se dio cuenta de que tenía la misma portada que el suyo. Parecería de nuevo incoherente decirlo pero, aquel libro les unió. Él creía que ya había conocido todos los submundos de los mundos más profundos que se ocultan en las páginas de los más antiguos e impresionantes de los libros, pero gracias a ella se dio cuenta de que ello realmente no era de ese modo. Ella le abrió el paso a nuevos submundos, con otros submundos dentro de ellos mismos, fue su mapa y su brújula, fue su más leal compañera en el viaje de la cultura a través de las hojas de papel. Él la empezó a amar con una simple vuelta de hoja. Ella lo empezó a amar desde un simple epílogo. Realmente se dio cuenta del verdadero sentido de su vida cuando conoció a esa chica que leía, y que un día, la vio también pegada a una hoja en blanco, escribiendo sus propias palabras, su propio libro. No vuelvo a ser yo la que miento cuando digo que se enamoraron gracias a todos los libros que leyeron juntos. Tampoco cuando digo que hoy sí son mayores también por fuera, y que juntos todavía, siguen enamorándose cada día de la literatura que les enseñó a vivir, a luchar, y a amar por encima de todas las cosas que jamás ni siquiera en los libros podrán ser contadas.