
Pero sin quererlo, o tal vez sin pensarlo, un día, le hicimos su gran hueco en el cajón. Ese día, cuando irremediablemente nuestra vieja moneda mostró su cruz mala, cuando "familia" era el último término con el que se podría designarnos.
Hoy lleva diez años en ese cajón, abandonado, sin más aspiración que ser un rehén de la temible oscuridad. Y es cierto que no es más que un calcetín, pero nunca nadie recordó que es tu calcetín, abuelo. Nunca, nadie ha hecho el intento de no olvidar que fuiste tú quien lo puso en la copa del árbol, justo antes de emprender tu largo y duro viaje. Un pequeño detalle tan importante, del que jamás nadie fue consciente.
Y me llamaban pequeña hace diez años, y me suelen llaman pequeña. He sido la única persona que ha cambiado el sentido del calcetín. No me hacen sentir pequeña, me hacen ser grande a su lado.
Porque no puedo hacer grandes cosas, porque no tengo miles de kilómetros de carretera para correr hasta alcanzarte, porque no tengo la capacidad de volar, pues no tengo la gran suerte de poseer alas que me lleven hasta ti. Pero tengo el valor y la fuerza para conservar el calcetín rojo, en los resquicios de mi memoria, como algo más que un simple calcetín de una Navidad olvidada.
Las grandes cosas también son los pequeños detalles,
aquellos protagonistas de la gran importancia.