
He estado viviendo mucho tiempo sin pensar en ello, sin recordar un sólo ápice de mi pasado. Me obligué a mí mismo a hacerlo durante muchos años, y me he seguido obligando otros muchos más. Pero hoy, irremediablemente, los ojos de Eva me han vuelto a mirar desde algún lugar irreconocible, al igual que hace cincuenta y nueve años.
Dicen que todos tenemos una historia escondida que arrastra nuestro pasado. En estas páginas, me remonto a la Barcelona de 1957 para contaros la mía.
Por aquel entonces, yo era un joven de apenas dieciséis años de vida. Pertenecía a una familia adinerada, pero lo cierto es que detestaba vivir rodeado de innumerables lujos, a diferencia de mis padres, que gozaban cada día más de nuestra inmejorable situación económica. Vivíamos en una imponente casa en el centro del barrio de Sarriá. El techo amenazaba con rozar el cielo y la fachada cubría el entorno de un ambiente frío y tenebroso. Las enredaderas descansaban en ella y la teñían de un verde mojado algo difícil de descifrar. Yo estudiaba en un colegio tres calles más abajo. A pesar de mi alto nivel académico y la gran cantidad de dinero que poseía, la única felicidad a la que realmente aspiraba, era ver a ese ángel cada día a la vuelta de las clases en la calle más cercana de mi casa.
Por aquel entonces, yo era un joven de apenas dieciséis años de vida. Pertenecía a una familia adinerada, pero lo cierto es que detestaba vivir rodeado de innumerables lujos, a diferencia de mis padres, que gozaban cada día más de nuestra inmejorable situación económica. Vivíamos en una imponente casa en el centro del barrio de Sarriá. El techo amenazaba con rozar el cielo y la fachada cubría el entorno de un ambiente frío y tenebroso. Las enredaderas descansaban en ella y la teñían de un verde mojado algo difícil de descifrar. Yo estudiaba en un colegio tres calles más abajo. A pesar de mi alto nivel académico y la gran cantidad de dinero que poseía, la única felicidad a la que realmente aspiraba, era ver a ese ángel cada día a la vuelta de las clases en la calle más cercana de mi casa.
Realmente ella no era un ángel, pero yo juraría que su anatomía era la misma. Sus grandes ojos azules reflejaban una vitalidad totalmente inalcanzable y en sus labios se podía leer todo un mar de belleza. Su pelo se confundía con el oro. Era alta y siempre caminaba con paso firme, decidida. Ella nunca me veía, y si lo hacía, siempre se las arreglaba para que yo nunca me diese cuenta. Si en esos días me hubiesen preguntado cuál era el sueño de mi vida, yo hubiese respondido que saber cuál era su nombre.
Pasaba mis días sumergido en las páginas de mis libros, dejándome llevar irremediablemente por las palabras que allí permanecían escritas. Realmente vivía sólo para ellos. Pero por azar o tal vez por capricho del destino, un día las cosas se decidieron a cambiar. Mis pasos me dirigieron hasta mi ángel y mi voz le habló. Pronto una amistad empezó a unirnos fuertemente.
Su nombre era Eva Riquer y su voz se confundía con la de un verdadero ángel. Tenía dieciséis años. Era de familia pobre y vivía en una pequeña casa más allá del barrio de Sarriá. Estudiaba en un colegio cerca del mío y pronto descubrí que teníamos algo muy importante en común; estábamos enamorados el uno del otro.
Recuerdo que un día me contó con ahogadas palabras que su padre murió en extrañas circunstancias cuando ella aún no había nacido. Se sospechaba que se tratase de un asesinato, pero la policía nunca pudo resolver el caso y éste se archivó. Lloraba en mi hombro y compartíamos una cómplice mirada cuando me dijo que ahora vivía sola con su madre, quien nunca pudo superar la muerte de Alfred Riquer, su marido.
Desde entonces le prometí a Eva que juntos descubriríamos el pasado que le había arrebatado a su padre, aunque lo cierto es que no sabía por dónde íbamos a empezar.
Más tarde, pensamos en regresar al lugar donde habían encontrado el cuerpo, o tal vez pedir documentos sobre el caso, aunque bien sabíamos que era imposible que cedieran a dárnoslos.
Fue una mañana de un tres de abril, en la que unas negras nubes teñían de oscuro el cielo de la ciudad de Barcelona, cuando Eva y yo leímos en el periódico acerca del incidente ocurrido dieciséis años atrás. Nueva información salía a la luz. Nuevas vías de escape nos abrían el paso hacia una realidad ya menos inalcanzable. Debíamos estar preparados para llegar hasta la verdad. Descubrimos un nombre; Andreu Riquer. Alguien del que sospechaban. Se trataba del hermano de Alfred Riquer, que desapareció justo después de la muerte de su hermano sin dejar rastro alguno.
Como un tren que pasa a una velocidad inalcanzable por su última estación, una idea sacudió repentinamente mi memoria para esfumarse sin más; había leído ese nombre alguna vez en un sitio indescifrable de los antiguos rincones de mi casa.
Recuerdo vagamente que en los días posteriores, fui consciente de lo realmente triste que puede llegar a ser Barcelona. Las calles sin presencia alguna, los bancos desolados, las aceras totalmente despejadas... Una gran bruma de tristeza abarcaba toda la ciudad desde sus raíces. No supe bien determinar si era por Eva, si era por mí, o si era realmente así en la vida real, en el mundo de verdad que estaba situado a gran distancia del mío. Aquel al que no volvía desde hacía tanto tiempo.
Eva me dijo una vez que en mí había encontrado la verdadera razón de la belleza de la vida. Me dijo que sus días apagados, a mi lado revivían del fuego. Recuerdo que me miró a los ojos y pude leer en ellos que me quería. Aún puedo sentir su piel pegada a la mía, su mano sosteniendo mi cara, y sus labios sellando el silencio en mi boca. Sólo entonces pude comprender realmente para qué vivía.
Mientras leíamos infinidades de artículos sobre el caso, éramos capaces de permanecer horas abrazados sin intermediar palabra alguna. Tan sólo nos cubría el silencio. Él era el único testigo de nuestro amor. A menudo nos mirábamos y ella me sonreía. Realmente poseía la sonrisa más bonita que en mi vida yo había besado. Jamás olvidaré aquel momento en el que escuché de sus labios un te quiero. Y espero que ella nunca olvide los miles de ellos que yo le devolví a continuación.
Pero no descubríamos nada sobre su padre. Empecé a pensar que realmente nos estábamos metiendo en un callejón sin salida, y me daba miedo no poder descifrar la verdad. Verdaderamente quería hacer justicia y no sólo por ella; también por Alfred Riquer.
Cuando más miedo tenía, cuando más desesperado me sentía, lo vi. Y entonces todos mis antiguos recuerdos invadieron mi memoria como las olas invaden el mar en una noche de tormenta.
Andreu Riquer. El nombre estaba grabado con tinta fuerte y concisa en un viejo y arrugado papel, el cual seguía escondido en el mismo compartimento del suelo donde lo vi por última vez hacía ya años. Entonces me temí lo peor. Lo rescaté de allí y me dispuse a leerlo. Hubiese preferido no creer lo que aquellas palabras decían, pero no me quedó otra opción que elegir. Entonces comprendí que mi padre no se llamaba Artur Gispert, sino Andreu Riquer.
Miles de puñaladas se dirigían directas a mi alma. Mi cabeza me traicionaba y mis pies perdían el equilibrio. No atiné a asumir lo que realmente estaba pasando, la verdadera historia que se escondía tras ese nombre, la que escondía mi padre. Tardé en serenarme y cuando lo hice, volví a esconder el papel tan rápido como me lo permitieron mis manos y salí huyendo de allí tan rápido como pude.
Con las palabras entrecortadas y al borde de mis labios, al cabo de un buen rato, fui capaz de relatarle a Eva todo lo ocurrido. Juntos apaciguamos la idea de que nuestros padres eran hermanos, y nosotros, primos. Tratamos de encontrar un sólo motivo, una sola razón, un simple argumento... Pero aquello era imposible. Nos armamos de valor y nos decidimos a hablar con mi padre. Aquella podría haber sido la peor decisión que tomaría en mi vida.
Llegamos y, aturdidos, le explicamos a mi padre todo lo que había pasado, y le pedimos una explicación. El verdadero Andreu Riquer dudó un instante, nos miró con recelo, encendió un cigarillo y consumiendo su humo con la mirada perdida en alguna parte, comenzó a hablar.
-Yo era el pequeño de los dos hermanos,-empezó con una mirada afligida- nuestro padre tenía grandes y poderosos bienes a repartir. Siempre fuimos todos muy allegados los unos con los otros. Hasta que vuestro abuelo murió. Como herencia, por ser el mayor, a Alfred le dejó una gran suma de dinero, y a mí, por ser el pequeño, tan sólo me dejó una pequeña y vieja casa sin valor alguno. Muy pronto, duras condiciones económicas azotaron mi vida, y Alfred se negó a prestarme un sólo euro de su dinero. Aquello me carcomía por dentro día y noche. Hasta el punto que decidí matarle. Fui a su casa aprovechando que nadie sabía que yo era su hermano, y aún con lágrimas en los ojos, le di un golpe tan fuerte como pude. Aquella sensación era horrible. Al instante me arrepentí considerablemente, pero ya nada podía hacer por retrasar el reloj y perdonarle la vida. Salí huyendo de allí y me cambié el nombre a Artur Gispert. Nadie se dio cuenta y lo celebré en silencio durante los posteriores días de mi vida, victorioso por haberme quedado con todas las posesiones de mi hermano. Al poco tiempo naciste tú, Eric-dijo mirándome con un extraño resentimiento en sus ojos- y nunca más se volvió a hablar de lo sucedido con Alfred Riquer. Nunca supe que tenía una hija hasta hace poco, y mi conciencia me ha traicionado devolviéndome la memoria de aquel asesinato. Haría lo que fuera por cambiarlo, pero ya nada puedo hacer, lo siento.-concluyó tristemente.
Eva aguantó su ira y aplaudí en silencio que fuera capaz de no atacarle, aunque a mí también me estaban entrando ganas de hacerlo.
-Y ahora, ¿qué pensáis hacer?-prosiguió Andreu- Si pensáis contarlo a la policía, vuestro destino ya está escrito.
Entonces sacó un revólver de su bolsillo y nos apuntó decididamente. Comprendí que mi padre se había vuelto loco, o que tal vez ya lo estaba desde hacía mucho tiempo. Eva estaba tan asustada que no podía mover un sólo músculo de su cuerpo. Entonces yo, sin pensar en las consecuencias, actué por ella. La tomé del brazo y la dirigí hacia la salida. Corríamos tan rápido como podíamos pero seguía siendo una velocidad insuficiente.
El sonido del disparo llamó mi atención, y no fui consciente de lo que acababa de ocurrir hasta que vi en los ojos de Eva el miedo, la resignación, la muerte resentida. Se paró y cayó al suelo. Su pecho no paraba de sangrar y cada vez hacía más ruido al respirar. Desde el otro lado de la habitación, Andreu sonrió maliciosamente y me apuntó con el revólver, mientras decía:
-Poco me importa ya nada, Eric. Ya no puedo cambiar el pasado, pero no dejaré que arruinéis mi futuro. El simple hecho de la magia que creabais entre los dos cuando estabais juntos me confesó lo que realmente estaba pasando entre vosotros. Nunca la llegué a ver, pero siempre fui consciente de que existía, y siempre supe que permanecería allí donde fue creada, en vuestros corazones, o en vuestra mirada, quizás. Pero nunca llegué a imaginar que tú, Eva, eras la hija de mi hermano Alfred. Ahora que lo sé no puedo dejaros escapar, pero no os preocupéis, esa magia la llevaréis siempre con vosotros, allá donde vayáis.
En ese momento realmente odié a mi padre, y con las pocas fuerzas que me quedaban, conseguí arrebatarle el revólver de las manos y sin pensarlo dos veces le disparé con ira en el estómago. Oí los gritos de Eva y corrí a su lado. Pude llamar a la policía y a la ambulancia, pero cuando llegaron Eva ya estaba muy débil.
Sin embargo, mi padre podía caminar a la perfección y antes de que se lo llevaran, pudo dedicarme su última mirada de odio. En ese momento me maldecí por no haberle matado con el disparo.
Pero entonces los ojos de Eva me llamaron, y me dijeron todo cuanto necesitaba saber. Apretó mi mano con la suya y utilizó su última bocanada de aire para pronunciar las letras de mi nombre.
Desde ese día, he permanecido fielmente amándola en el más ensordecedor de mis silencios.
Inspirado en Marina, de Carlos Ruíz Zafón