domingo, 26 de junio de 2016

Un tiempo olvidado

Bremen, septiembre de 1933

Las nubes eran aliadas de la oscuridad del cielo. El blanco de su vestido se confundía gris a causa del barro que había en él. El viento empujaba sin pedir permiso a las hojas secas, las cuales yacían muertas en el suelo. Pisó con sus tacones una de ellas al andar, se paró al oír su débil sonido, y levantó su triste cara. Lucía su largo pelo adherido a sus pómulos por las lágrimas de sus ojos. Su boca se tornó entreabierta, dejando escapar una esperanza ya dada por perdida.

Sus llorosos ojos la traicionaban con aquella imagen. Su mirada seguía el camino de piedras y tierra húmeda por la lluvia. Lo encontró de frente. Esta vez no llevaba su traje de fiesta, ni su mejor chaqueta, ni sus pies a punto de pistola para lanzarse a bailar. Esta vez era diferente, su mano no se alargaría hasta ella para entregarle un anillo, ni tampoco sus labios amenazarían con besarla. Ahora llevaba su maleta, aquella que solía esconder debajo de su mesa para olvidar que algún día tendría que marcharse de aquel lugar. Sus pies dejaron de apuntar hacia ella y agachó su culpable mirada.

Ella jamás podría negar que encontraba en sus ojos el refugio, en su mirada la salvación. Había sido muy feliz en sus brazos, y arrastraba tras de sí una historia por contar, en la que enemigos y obstáculos desaparecieron, en la que sólo estaba él. Ella había tenido la suerte de poder conocer el sabor de sus labios y el tacto de su piel. Nada se podía comparar con eso. Ella había tenido la oportunidad de enredarlo entre su vestido, bailando bajo la luz de la silenciosa luna cuando nadie más miraba, cuando nadie entendía que los árboles eran capaces de ocultar un amor tan sincero. Ella había tenido la fortaleza de amar aun cuando no debería, y la valentía de callar cuando le prohibían hacerlo.

Ahora debía olvidar, debía hacer caso a la palabra de los demás, de los importantes, de los que entendían sobre la vida. Importaba más eso que su felicidad. Él también lo sabía, el camino acababa allí y la despedida huía demasiado rápido. El reloj no cedía más tiempo y los recuerdos ya amenazaban con liderar en la memoria. Sería difícil saber de dónde procedía tanta agua, si del cielo o de sus ojos.

A la vez que veía sus pasos alejarse, aquel hombre se llevaba su corazón consigo, y ella aun sin corazón no iba a dejar de amarle. Cabría esperar una segunda historia, un reencuentro fortuito, o tal vez podía correr tras él. Pero ella ya estaba muy cansada, ella ya conocía la desesperación, la frustración y el desengaño. Ella dejaba atrás sus sueños y luchaba por el nuevo día. Se ocultaba entre los resquicios de su pasado cuando nadie la veía y dejaba que la luz del sol la hiciera brillar cuando todos la miraban. No era una forma fácil, pero conseguía mantener los latidos de su corazón, aunque en su alma sólo reinara el silencio de un recuerdo que le arrebató al hombre que amaba, quien cada noche, y ahora cada día, le cuenta a las estrellas quién era ella y en qué lugar lo enamoró.

domingo, 12 de junio de 2016

Si yo fuera hombre

Ellos, tan fuertes por fuera, hechos de un molde, tendiendo a la despreocupación, los que no saben llorar. Nosotras, tan fuertes por dentro, somos de corazón, siempre de la mano de la planificación adelantada, las que sabemos reír aun cuando lloramos.

Si yo fuera hombre, sé que podría saber comprender mucho mejor lo que es amar a una mujer. Sabría mirarla, y no por encima del hombro. Sabría escucharla, pues sé lo que es hablar con lágrimas en los ojos, creyendo equivocadamente que él está apreciando el volumen de tus pupilas en ese mismo instante, y que quizás, se siente pirata navegando en los mares de tu mirada.

Si yo fuera hombre, acudiría a las palabras para hacerla sentir bien. Le regalaría libros por Navidad y un viaje por su cumpleaños. ¿El lugar? Indefinido. No conozco fronteras y tampoco dibujo límites. En nuestro aniversario le prometería una vida juntos, y una vida después, quizás ella comprendería por qué me atreví a prometérselo aquel día.

La haría reír con el simple fin de poder oír sus carcajadas mientras contemplo sonriendo cómo sus ojos se arrugan tornados de felicidad, y cómo sus mejillas acompañan la curva que sus labios dibujan en su precioso rostro.

La cogería de la mano, y no para lucirla a mi lado por la calle. Lo haría por el sencillo deseo de ser testigo del crimen que su suave piel comete, sólo siendo tan perfecta, tan digna de una caricia que le regale el amor más sincero, aquel que toda mujer se merece.

Si yo fuera hombre, me despertaría a las tres de la mañana, cuando ella estuviera llorando por el final de uno de sus libros, y le prepararía una taza de té caliente. La abrazaría contra mi pecho y guardaría
silencio para poder escuchar los latidos de su corazón.

Cuando la viera con sus amigas, no agacharía la cabeza, como tampoco intentaría evitarla cuando pasara por mi lado. Si la viera por la calle, no cruzaría la acera para encontrarme antes con mis amigos.

Si yo fuera hombre, no sería tan cobarde como para amarla en secreto e ignorara a la cara del mundo. La seguiría, le hablaría, le insistiría. No dudaría en conquistarla. Le haría ver que estoy enamorado de ella, y cuando ella se enamorara de mí, no la dejaría jamás para ir en busca de otra, que curiosamente y después de todo, no me amaría tanto como ella, pues un hombre, nunca es consciente de que abandona a quien lo ama de verdad.

Si yo fuera hombre, la besaría hasta el fin de mi respiración, sólo rozaría su cuello y acariciaría su pelo. Sería tan pequeño a su lado, pero ella me haría sentir tan grande con sus besos. Sería rehén de sus labios y cautivo de su loco amor, tan infinito como lo sería el mío.

Pero eres un hombre, y no puedes comprender qué se siente al comprender mejor y amar en serio a una mujer. No sabes escuchar, y no te importa el dolor. Los hombres ven el cuerpo de una mujer, y las mujeres ven el alma de un hombre. Los hombres disfrutan de las mujeres, y las mujeres se enamoran de los hombres.

Un día, sentí que el brillo de una mirada y de una risa destacaban entre todos los demás. Aquellos ojos, y aquella risa, me rodearon como si fueran brazos. Y me sentí bien, feliz, como nunca me había sentido. Pero eres un hombre, y por eso tú nunca has sabido que me enamoré de ti.