martes, 8 de noviembre de 2022

Sherbrooke, 1994

Te fuiste un apagado día de noviembre. Me dejaste la sombra de tus labios anclada en mi cuello como un fantasma. No te dignaste a mirarme a los ojos mientras me decías adiós, y tu partida hizo de mis manos un témpano de hielo más frío que la nieve que cubría el tejado de la que fuera nuestra casa. Jamás olvidaré tus pasos al irte, esa manera de caminar tan particularmente tuya, ganando metros para separarnos. Me queda el recuerdo de esa esquiva mirada, que saltaba de esquina a esquina evitando los obstáculos a su paso, como la mía. Me queda la ruidosa lluvia que vendrá de la mano de diciembre para recordarme que la vida sigue ahí fuera, y un par de marcos rotos que intentaré arreglar aun sabiendo que se han ido contigo. Me queda lo vivido; la sensación de desafiar la gravedad del suelo bailando entre tus brazos, el cristal de tu copa manchado del rojo carmín que pasó de labio a labio, la complicidad de nuestros cuerpos tras cometer el mismo delito, una infinita vez más. Me queda la esperanza de que en tu memoria quede siempre un efímero atisbo de tus manos con las mías cuando caíamos del precipicio y no sabíamos a lo que aferrarnos, aunque te bastara pisar tierra firme para soltarme.

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