viernes, 26 de septiembre de 2014

Gracias mamá

Ella era tan normal, tan igual a los demás, pero
a la vez tan diferente, tan especial… A sus once años creía que nada era
imposible, que todo se podía lograr con esfuerzo y constancia, pues es lo que
siempre le decía su madre. Miraba por la ventana y su rostro se reflejaba en el
cristal como se reflejaba la luna en el mar. Sus ojos verdes, su tímida
sonrisa, su cabello rubio… Todo le hacía ser una niña realmente especial. Tenía
un sueño, un sueño que algún día se cumpliría. Tenía valores, tenía creencias,
tenía fe, amaba a los demás como se amaba a sí misma. Jugaba, reía, valoraba la
vida y la vida le regalaba esos momentos. No tenía padre, pues murió cuando era
pequeña, pero ella sabía que la quería y que en algún lugar del cielo estaría
mirándola y protegiéndola. Era generosa, siempre ayudaba, siempre daba sin
recibir nada a cambio. Nada podía cambiarla, no se dejaba influir por nadie,
sabía exactamente quién era. Era paciente, uno, dos, tres días, una semana…
Siempre estaba ahí, esperando a lo que tuviera que llegar, como el primer día,
como el primer instante. Y para cuando estaba triste, su refugio era su madre. Ella
la mimaba, la consolaba y le retiraba las lágrimas del rostro. Era fuerte, se
agarraba para no caerse y cuando se caía se levantaba. Hasta que la vida la
traicionó. Hasta que su madre le dio esa noticia que le rompió el alma en dos.
Hasta que sintió que no todo es posible, cuando sientes que se te acaban las
fuerzas y que ya nada tiene sentido. Cáncer, una palabra que se le clavó en el
corazón como un puñal. Una puerta cerrada en la salida, una piedra tan pesada
que no se puede levantar. El punto al final de una frase, la oscuridad en el túnel.
Sin escapatoria. El final. Sentía que incluso a su madre le dolía más que a
ella, que querría cambiarse el lugar y ser ella la que tuviera la enfermedad.
Cada día, cada lágrima, cada abrazo… Nada parecía real, todo parecía una
pesadilla de la que jamás se despertarían. Pero el amor todo lo vence, y con
amor entre ellas nada más importaba, pasara lo que pasara eso era lo más
importante. Fuerza y más fuerza para seguir hacia adelante. Sabían que la
respuesta no era huir, que era afrontarlo y luchar. Sabían que se tenían la una
a la otra. Fueron a distintos médicos, durante meses, a veces mejoraba, a veces
empeoraba, y a veces se quedaba igual. Si algo quería de verdad más que
salvarse, era cumplir su sueño. Era ya lo único que necesitaba. Pero sabía que
sin la ayuda de su madre no lo conseguiría. Un año, dos, tres años. Cada día
luchando, cada día sembrando esperanza para luego recogerla. Cada día llorando
y riendo, cada día recordando y olvidando. Ya lo tenía casi asimilado, pero a
los catorce años se crece, se madura, se ruega a la vida que te deje vivir, y
aún más en la adolescencia. Si algo seguía vivo en ella era su sueño. Y un día,
cuando menos se lo esperaba, ahí estaba el tren de los sueños, delante de
ella. No se lo podía creer, su sueño se
había cumplido, su grupo de música favorito estaba delante de ella y le cantó
su canción favorita. Ella cantaba a la vez y todos miraban aplaudiendo. Le
encantaba ese grupo por su nombre, por sus canciones, y porque a ella también
le gustaría viajar en un tren donde se le cumplieran los sueños. Supo
perfectamente que fue gracias a su madre. Y con eso bastaba, algo tan simple,
puede llegar a hacer tan feliz… Y se fue feliz, descubrió definitivamente que
nada es imposible, tal y como le decía su madre, que los sueños se pueden
cumplir. Ahora iba montada en aquel tren de los sueños, llegando a la estación
donde la estaría esperando su padre con los brazos abiertos. Todo se lo debía a
su madre, le dio la vida y ahora por dos veces. Ahora nada ni nadie, ni
siquiera el cáncer, podría evitar que siguiera viva y feliz junto a su padre en
aquella estación llamada cielo.

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