Compartíamos una vida de momentos y momentos que parecían una vida, era feliz, pensaba que eso era la felicidad absoluta, que nada podría quebrarlo, que todo era eso. Me equivoqué, como tantas otras veces.
Me equivoqué soñando al lado de alguien que no soñaba por mí, moría por quien no moría, ni vivía, por mí. Tropecé, como tantas otras veces, y me caí. Me rompí en el mismo instante en el que él decidió acabar con aquello, terminar con esos momentos que parecían una vida, que eran mi vida.

Me rompí muchas más veces, todas las veces que intenté recomponerme, y no me podía levantar. Nadie era él, y él ya no era nadie. Nada, y nada puede convertirse en todo cuando nadie puede convertirse en él.
Pero, a veces, todo lo malo tiene que suceder para saber apreciar lo bueno, que lo bueno parece infinitamente mejor después de haber pasado por todo lo infinitamente malo.
Me levanté. Equilibrio, y al final, todo tiene un sentido, y al final, das con aquel pegamento que es incapaz de despegarse y tu corazón se vuelve más fuerte que nunca, sin grietas, sin hueco por donde se cuele el dolor, porque, al final, todo es quien sabe convertirte en todo para él...
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