Ayer te volví a ver. Era tu sombra congelada, observándome desde la esquina de la oscura calle, la que reconocí tras el empañado cristal de mi ventana. Qué duro y cruel me parece el invierno cuando no me deja descifrar tu silueta con precisión, pero qué bonito me parece cuando sé que eres tú quien viene a visitarme y el frío desaparece.
Apareciste ante mí, bajo mi casa y sobre mi alma, de nuevo con esa corbata y ese traje de chaqueta, dispuesto a llevarme a bailar. ¿Por qué siempre llegas tarde? Cuando la música ha dejado de sonar y las luces se van a dormir. ¿Por qué nunca te quedas, conmigo, para besarme en las escaleras o decirme lo bonita que es la luna cuando alumbra nuestro eterno abrazo? Siempre llegas tarde, para siempre volverte a ir temprano. ¿Qué prisa tienes? ¿Qué le pasa a tu reloj, que tiene tanto en contra del tiempo?
Tus pasos dejaron en mi calle perfectamente marcadas las huellas de tus zapatos, los únicos que saben a dónde vas, los únicos que no te echan de menos. Yo lo hago a todas horas, y por más que busco motivos por los que no hacerlo, no están a mi alcance y siempre caigo en tu recuerdo. Y duele amar, me duele amarte teniéndote lejos, sin saber a qué lugar perteneces ni a qué sitio te diriges.
Tus huellas siempre se borran cuando intento seguirlas. Quizás sólo vivas en mi cabeza. No, sé que existes de verdad. Yo te veo, porque tu sombra no es oscura. Yo la veo. Tu sombra me ilumina. Tu sombra es mi ángel de la guarda. Estás ahí fuera, y aunque siempre te vayas, sé que siempre te quedas.
Te conoceré, bailaremos, nos besaremos, nos amaremos y seremos luz, seremos luna, seremos eternidad chispeante de infinidad. Mantengo la esperanza y mantengo la ilusión. Siempre estaré en el balcón, esperando tu llegada, tu vuelta. Rogándote que te quedes. Te he amado hasta no conocerte y te voy a amar aún olvidándote.
Siempre esperándote, para siempre estar contigo.
Mi príncipe invisible.
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