Glasgow, Londres, noviembre de 1940


En el salón de baile ya reina la medianoche; la mesa ya está vestida con su elegante mantel, las copas de champagne retintinean al son del brindis y los vestidos comienzan a lucir ante las atentas miradas masculinas. Los caballeros alargan sus manos antes de pedir concederles el baile a las damas, y ellas se reafirman de puntillas tras ceder las suyas para concedérselo. El gran reloj de la pared marca el compás de la sutil danza; son aves volando en bandadas, rozando el cielo y a ras del suelo, según qué acorde. Entre el público se encuentra la mujer tímida con sonrisa de niña, que camina derrochando sueño, y que sólo a veces, se enamora de su propia danza. Aquella que nunca se gira para mirar detrás de su espalda, la que se confunde entre los demás, y sin embargo, es la única que brilla. Sostiene en su mano la copa con la gota de cianuro; la lágrima que cayó cuando antes lloraba. Camina con paso firme y no respira, baila despacio y no se cansa. No vuela, y sin embargo, aterriza. Su vestido es su disfraz y su sonrisa, su máscara. Él no está. Sin él no puede volar. Sin él, la gota de cianuro en sus ojos es el veneno que a su corazón mata. Él es quien rompe en la pista de baile para sacarla a volar, él es quien se enreda en su vestido, y a pesar de ello, siempre sabe cuál es el siguiente paso que tiene que bailar. Ellos son únicos; y ella lo es más. Ella es capaz de volar sin alas, de ver sin mirar, de sentir sin hablar. A ella no le importaría pasar el resto de su vida así; con sus brazos enganchados alrededor de su cuello, con su cintura guiada por sus manos, olvidando el suelo bajo sus pies y el techo que los separa del cielo, compartiendo el respirar y robándole los segundos al tiempo. Ella daría su vida por morirse así; con su cabeza sobre su pecho, sintiendo los latidos de su corazón al filo de la limerencia, abrazándole hasta dejar de sentir, meciéndose junto a su cuerpo, sintiendo el amor en la punta de sus dedos y besando sus labios sin morder a la realidad, sólo devorándola, olvidando que la gente baila y ellos vuelan, que la gente ignora lo que ellos se aman. A ella le daría igual quemarse con el fuego o ahogarse en el agua, si está junto a él. Ella no duda si es amor, y no le importa lo que crea el resto. Ella le susurra al oído; sólo quiere que vea que está ahí, que lo está esperando. Sólo quiere que entienda, que está frente a él, más tonta o más lista, más fuerte o más débil, ofreciéndole su vida, queriéndole hasta dolerle. Quiere llorar con él, quiere hacerle reír, quiere hablarle, quiere decirle, quiere gritarle, que le quiere y quiere amarle. Quiere soñarle y quiere complacerle. Quiere estar cuando sonría y quiere estar cuando le duela. Quiere no equivocarse, y quizás lo esté haciendo, pero poco le importa, porque si algún día él la dejase, ella estaría feliz de haber podido conocer el color de sus ojos de cerca. Habría matado por besar un par de veces más su sonrisa. Moriría porque fuesen eternos.
Loes
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