Baja a recoger el correo, y por primera vez en tres meses, no tiene miedo de lo que se vaya a encontrar, dibuja una línea bajo sus pies con sus propias manos y la sigue con paso firme. Mira al frente y piensa que sea lo que sea lo que se encuentre, será lo correcto. Porque el destino siempre hace lo correcto. Aunque a veces duela. Pero no encuentra ninguna carta. Ni siquiera un trozo de papel roto y en blanco. Ni si quiera una mota de polvo. No encuentra nada. Esta vez ha hablado el destino, no su corazón. Es lunes y no hay más cartas. Quizás todo se haya acabado. Quizás su más escondida sospecha de que todo ha sido sólo un sueño, sea cierta.
Pero cuando vuelve a mirar las cartas, cuando ve los dibujos, y cuando lee las palabras de la última, sabe que no ha sido ningún sueño. Alguien se las mandó. Alguien de verdad lo hizo. Y hay una razón, por remota que sea, tiene que haberla.
Pasan otros tres meses, y sigue sin aparecer ninguna otra. Empieza a pensar que sólo era una tontería, o tal vez una especie de juego, e intenta convencerse de que lo mejor es olvidarlo.
Pasan cuatro meses, pasan seis, siete, y hasta ocho. Nada. Y nada puede convertirse en todo cuando es lo esencial para ti. No logra convencerse de que lo mejor es olvidarlo. Faltan tres días para su cumpleaños. Y se lo toma como un reto. Tiene tres días para intentar comunicarse con Daniel. No es la más brillante de las ideas, pero por lo menos se atreve a hacerlo. Algo es mejor que nada. Coge el bolígrafo negro que le regaló su padre cuando empezó la carrera, coge un folio de su mesa de estudio, y empieza a escribir. En este caso, lo que no hay, es destinatario. Escribe todo lo que le gustaría volver a encontrarse con Daniel, y le pide, si es que lee la carta, que por favor la busque. Él es el único que tiene una dirección para poder hacerlo.Es un lunes. Es el día de su cumpleaños. La luz del sol la felicita y el viento le regala una brisa muy agradable. Toma una decisión. Deja la carta en su mismo buzón, porque no tiene otro sitio donde dejarla para que él la encuentre. Sabe que es una locura y casi improbable, pero lo hace. La deja, se da la vuelta, y se dispone a volver a entrar en su casa. Pero cuando intenta andar, se da cuenta de que esta vez no hay ninguna línea bajo sus pies. Ni siquiera la que ella misma dibujó. Levanta la vista y contempla su casa. Pasan tres minutos y sigue de pie, sin ninguna línea que seguir, y contemplando que su casa no puede cambiar en tres minutos. Entonces de repente lo escucha. Escucha su buzón cerrándose. Se da la vuelta y ve que hay alguien al lado, leyendo una carta, que sorprendentemente es la que ella acababa de dejar.
Entonces se da cuenta de que sí había una línea dibujada bajo sus pies, sólo que no en la dirección que ella creía. La sigue y se da de bruces con unos ojos más negros que la mismísima oscuridad, y ya no tiene la necesidad de preguntarle si su nombre es Daniel. Porque ya sabe que la respuesta es sí, sólo el beso que se dan dos segundos más tarde, puede confirmárselo. Sólo la línea que él mismo ha dibujado en dirección a sus labios, puede asegurarle que hubiera cogido el camino que hubiera cogido, al final él siempre sería el destino.